Ahí, en el silencio

Siempre nos dijeron que todo se soluciona hablando. Para mí, sin embargo, hay momentos en los que es mejor callar. 

Sí, es verdad que el diálogo es poderoso, que intentar explicar e intentar entender es un buen camino para todo aquello que parece no tener salida. Es verdad. ¿Pero cuándo es necesaria la escucha y cuándo vale la pena la explicación?

A veces, me siento agobiada por las personas cuando quieren hablarlo todo. Ahora. Y así dar por terminado y solucionado todo eso que en mi cabeza, y en mi corazón, recién está empezando a procesarse. Y por momentos es tanta la presión, que accedo y antes de lo esperado me encuentro intentando poner en palabras todo eso que todavía ni siquiera entendí y, a la vez, me veo intentando recibir explicaciones que no pedí, no necesito -al menos no por el momento- y que, sobre todo, no me hacen bien. 

Y es que cuando las cosas calan hondo es necesario dar tiempo. Dejar que lo que sucede nos atraviese. Reconocer lo que pasa. Entenderlo. Aceptarlo y, recién ahí, empezar a darle forma, ponerlo en palabras y decidir si estamos listos para que toda esa explicación sea cuestionada y se caiga de golpe, como un jenga, y haya que construirla, desde la base, otra vez, toda otra vez. Porque eso es lo que pasa la mayoría de las veces con nuestras explicaciones. Y aun así, casi siempre, valen la pena. 

Cuando algo duele o impacta, para mí, lo mejor es el silencio. En el silencio todo toma forma, todo encuentra su lugar en la calma, sin presiones, sin cuestionamientos y sin suposiciones ajenas. Cada sentimiento va encontrando su lugar y recibiendo su significado, dado por nosotros, nuestra historia y nuestro contexto. 

Sentarse frente al mar, solos.
Tomar un café calentito en pleno invierno, sin música, en silencio.
Ver el amanecer y sentir, ¿qué pasó? ¿qué me pasó?
Caminar, sin rumbo y sin ritmo.
Perderse en pensamientos, lejos de acá.
La hamaca paraguaya y el horizonte.
El campo, su inmensidad, los pájaros.
Llegar a casa y estar con nosotros mismos, sin nada más que hacer.
Ahí están muchas veces las explicaciones que buscamos afuera.


¿Alguna vez les pasó de retomar un diálogo que parecía roto, mucho tiempo después? El tiempo tiene su magia y casi todo lo calma. A veces, cuando volvemos sobre aquello que dejamos leudar, todo parece fluir y la sencillez aparece en aquel dolor que solía ser complejo e indescifrable. Incluso, por momentos, se cuela el humor, también con su magia y su poder de descontracturar todo a su paso. 

El tiempo, el silencio, la calma -e incluso la soledad- por momentos pueden ser más necesarios que las palabras. Encontrarnos con lo que nos pasa. Darnos de frente contra eso y entenderlo. Sin que nadie más quiera hacer el trabajo por nosotros. 

Y entonces sí, hablar. 

Pero sucede que las personas, muchas veces, queremos llenar cada vacío con palabras por miedo al silencio, que en definitiva, no es más que el miedo a estar con nosotros mismos.