Seguir jugando

Hago teatro. Entre las cosas que hago, hago teatro, sí. Este año retomé. De chica, cuando tenía cuatro o cinco años la maestra le recomendó a mi mamá que me llevara a clases, pensó que era una buena idea para que perdiera un poco la vergüenza, fuera más simpática y así me hiciera amiga de los niños, a los que, por entonces, espantaba para quedarme jugando sola. Aparentemente yo no mostraba ningún signo de querer tener amigos en el jardín.

Mamá hizo caso -por más raro que parezca esto para quienes la conocen- y así comencé clases de teatro. “El desván” se llamaba el grupo y puedo decir que fue lo que más disfruté hacer hasta mis doce o trece años, cuando mi profesor se fue a Montevideo y dejó de dar clases. Después, a eso de los quince, fui a clases con otra profesora durante un año y cuando tuve dieciséis me anoté en clases de teatro en Montevideo y viajé durante un año todos los sábados a la mañana, con Alfo, Lu y Elena, que deben acordarse bien de esto.

Con el tiempo, mi sueño de ser actriz se desvaneció, digamos... Ya no practicaba el agradecimiento por el Martín Fierro en el espejo ni le mandaba mails a Cris Morena a través de su página web.

Empecé a estudiar muchas horas, a dedicarle más tiempo al deporte y así, para mis diecisiete ya no hacía teatro, no me interesaba mucho ni participaba en ninguna actividad del colegio que tuviera algo que ver con ello.

Este año, con veintidós, volví.

Gracias a Bele, una amiga, conocí a Helen -mi actual profesora de teatro- y retomé. Tal como si hubiera dejado de hacer deporte por mucho tiempo y estuviera queriendo volver, mi cuerpo estaba desacostumbrado, fuera de línea. Ya no tenía esa facilidad para entrar y salir de un personaje o para entrar y salir de escena.

Sin embargo, hubo algo que me llamó más que nada la atención y que me trajo hasta acá a escribir esto: ahora pensaba dos veces antes de largarme a hacer una improvisación, ya no estaba jugando, ahora estaba pensando y el juego ya casi no tenía lugar.
¿Y qué sentido tiene el teatro si no se está jugando? Ninguno, no tiene. Actuar es jugar. Jugar a ser otro, jugar a sentir algo distinto, jugar a pensar diferente, jugar. Si no se juega, no se actúa.

Así, un día me fui de clase pensando en la niña de ocho años que se aprendía guiones de memoria solamente para jugar. Una niña que recibía una consigna para improvisar y sin pensar qué iban a ver los de afuera, iba y se tiraba al agua. Una niña que hacía de enana de blancanieves y no le interesaba medir ya un metro cincuenta y cinco, porque esa niña se creía enana, jugaba a ser enana y entonces, era enana.

Y entonces fue que vi cómo perdemos -y me animo a hablar de muchos, no solo de mí- la capacidad de jugar. Cómo perdemos la capacidad de ser sin pensar que nos están mirando, cómo dejamos de jugar para empezar a pensar y cómo así nos separamos de lo que somos y de lo que sentimos para ser más parecidos a lo que creemos que los de afuera quieren ver.

Y tal vez estemos pecando de soberbios tratando de interpretar qué quieren ver los demás de nosotros. Tal vez los de afuera nos quieran ver jugando, tal vez quieran vernos sentir y ser tal como sentimos y tal como somos. O tal vez no, tal vez no quieran eso... Pero al final, ¿Qué importa? ¿Qué importa qué quieren ver? Seamos lo que queramos ser y que vean lo qué hay para ver, como cuando prendemos la tele un sábado de tarde y vemos una película de mierda, que al final termina estando buena.