De un tiempo a esta parte


Sabés qué? Muchas veces estuve mal. Mal en serio. Triste, tan triste que no tenía casi ganas de levantarme. De mañana era el peor momento. Me despertaba y no quería haberme despertado. Pero por mi forma de ser, o vaya uno a saber por qué, me levanté igual todos los días. A veces doliendo un poco más, a veces un poco menos. 

Duró un tiempo… No sé si fue largo. Depende cómo lo midas. Dicen que fueron unos meses, para mí fue más tiempo que todo el resto de mi vida junta. Es que cuando las cosas duelen cada minuto dura como un año. Todo demora más y ese ya va a pasar  parece no cumplirse nunca.

Y cuesta, cuesta ver lo lindo cuando duelen partes del cuerpo que uno no sabía que tenía. Pero, sabés qué? Si bien sigo pensando que todos somos distintos y que el dolor lo vivimos de maneras diferentes y que todas son válidas, creo que no hubo mejor momento para empezar a ver lo lindo en las cosas chiquitas que el tiempo que estuve más triste.

Fue como empezar a ver de nuevo. Como descubrir el mundo igual que como lo había descubierto por primera vez, cuando era (más) chiquita.

Cuando somos bebés, somos indefensos, vulnerables. Y creo que cuando estuve mal me volví a sentir así. Todo podía lastimarme. Tenía todas las defensas bajas 
(literalmente también) y me dolía un poquito existir, estar.

Sin embargo, desde la vulnerabilidad más grande que sentí en mi vida, encontré un espacio para ver lo que nunca había visto, para disfrutar lo que había estado ahí, conmigo desde siempre y no lo había podido percibir.

Empecé a sentir lo lindo de estar descalza en el pasto. Estaba tan sensible que sentir el contacto con la tierra me hacía bien, me devolvía un ratito a la vida que yo sabía que existía, un poco lejos de mí en ese momento, pero me estaba esperando, sin apuros.

Empecé a mirar más los amaneceres. Creo que fue por esos tiempos que me acostumbré a madrugar. Un poco porque me estaba costando dormir, y otro poco porque quise empezar a repetir, todas las veces que fuera posible, cada momento en el que me encontraba sonriendo sin proponérmelo, espontáneamente. Así, me descubrí sonriéndole al sol todas las mañanas de enero. Un poquito rota, pero sonriendo, como una manera de decirme a mí misma que todo iba a estar bien.

Empecé a tomarme más tiempo para leer de noche. Leía sin parar. Encontré libros que no sabía que existían, y me sorprendí de lo bien que escriben tantas personas perdidas por ahí.

Empecé a mirar el mar mucho más seguido. Y la luna. Me hacían bien, te juro. Me devolvían la calma y sacaban de mi cabeza todo lo que había adentro, aunque fuera por un rato. Y aprendí lo importante que es, a veces, no pensar.

Cuando estuve un poco mejor, cuando pude dejar de mirarme el ombligo, cuando saqué un poquito la cabeza, recién ahí pude ver cuánto más le faltaba a tanta gente alrededor de mí. Cuánto. Y yo no lo veía.

Tal vez tendría que haberme culpado por todo el tiempo que había invertido en sentirme mejor, sin pensar en cómo estaba el mundo en el que vivía, el mundo del que era parte. No lo hice. No me culpé. Sentí que había hecho lo que había podido. Y hasta el día de hoy lo creo. Entendí que, recién en ese momento, tenía sentido y podía hacer algo por alguien que no fuera yo.

Y al final, lo hicieron por mí. Me acerqué a tratar de ayudar a quienes yo creía, desde mi soberbia, que estaban peor que yo. Pero terminaron ayudándome a mí. 

Descubrí, que hay quienes aprenden a ser sinceramente feliz desde los lugares más oscuros de la vida. Y que no mienten, que no usan máscaras. No. Realmente son felices.

Un día, saliendo de misa, sentí paz. No estaba feliz, no estaba contenta, no tenía ganas de reírme, pero estaba tranquila de que lo iba a volver a hacer. De que no faltaba tanto para eso, para verme riendo como antes. Y no es que en ese tiempo no lo hubiera hecho, pero era distinto. Era una risa un poquito más buscada, un poquito forzada tal vez. Saber que, en poco tiempo, me iba a volver a reír a carcajadas con la misma soltura que lo hacía antes me generó paz. Faltaba poco.

Y así fue. He intentado pensar varias veces cuándo fue el momento en el que otra vez sentí el corazón lleno. Cuál fue la primera risa real, el primer abrazo que di para dar y no para recibir. Cuál fue el primer amanecer que miré llena, feliz. Cuál fue el primer lunes que dejó de dolerme. No lo sé. No lo tengo claro. Se me mezclan los tiempos, se me juntan las fechas y se me pisan los acontecimientos. 

No lo sé y tal vez no deba saberlo. Pienso que es un secreto que la vida decidió guardarse para ella, y está bien.

No reconozco fechas puntuales, no sé cuándo volví a estar bien. Fue de a poco. Pero un día me miré y me vi fuerte. Me vi segura. Sentí que la tristeza había tenido sentido. Entendí que estar mal, a veces, vale la pena. Supe que iba a superar más cosas de las que antes hubiera creído.

Abracé la vulnerabilidad en la que había vivido. Entendí que seguía siendo vulnerable. Lo acepté. Lo elegí. Elegí ser vulnerable a la vida. Supe que antes de que todo pasara había vivido blindada. Había estado mucho tiempo eligiendo no pensar mucho para no cuestionarme nada. Había elegido que muchas cosas no me afectaran. Había seguido lo que tenía que hacer y pocas veces me había preguntado qué quería realmente. Entendí que hacer lo que uno quiere, a veces, duele un poco, pero vale la pena. Supe que estaba eligiendo ser, y no parecer.

Tuve que aceptar que la vida iba a dolerme bastantes veces más. Y más fuerte. Pero estaba segura de que iba a valer la pena. Supe que la voluntad y el tiempo (sí, en ese orden de importancia) hacen que siempre terminemos queriendo volver a sentir, y que siempre, siempre la panza vuelve a doler por las risas.

Empecé a vivir sabiendo que las cervezas con amigos curan, que la palabra dicha a tiempo duele menos, que los abrazos de mamá y papá son un refugio único. 

Entendí que mirar el sol de mañana me hace bien. No lo recomiendo, no todos disfrutamos lo mismo, pero estoy segura que todos disfrutamos algo tanto como yo disfruto eso. Supe que el mar es la calma más pura que experimenté. Y está siempre ahí, al alcance de la mano. Me hice amiga de la naturaleza, que tiene todo, todo, para curar los dolores del corazón.

Aprendí a esperar. A confiar. Aprendí la importancia que tiene saber que todo va a estar bien, incluso, y sobre todo, cuando aún no lo está. Porque confiar es eso. Es creer sin ver, y me hace falta.

Empecé a tratar de ser feliz todos los días, aunque sea un rato. Vi lo importante de hacer coincidir lo que queremos, con lo que hacemos. Lo que decimos, con lo que somos. Entendí la coherencia como un ideal por el que vale la pena luchar, aunque nunca lo alcancemos.

Me quiero. Imperfecta, pero me quiero. Me sé capaz de atravesar el dolor y eso, me hace sentir segura. Y soy feliz, todos los días.

Trasladé una parte de la felicidad a las pequeñas cosas, de verdad, aunque suene bastante trillado. La luna me hace feliz. El sol me hace feliz. El café y los libros. Las risas con amigos. Los abrazos, los besos inesperados. Las películas. El campo y las estrellas. Andar a caballo. Correr. Sentir el viento. 

Una parte de mi felicidad está ahí y siempre va a estar ahí, en las cosas que sé que voy a tener, pase lo que pase.


Imagen de city, girl, and cute